
Saquemos las máscaras. Las que llevamos siempre no, las otras, las de mentira. Las de seres animados e inanimados, las de plumas gigantes de colores, las de monstruos indescriptibles. La que hacíamos de niños en el colegio, con vendas, papel, cola blanca y mucha paciencia. Saquemos las alas y el antifaz de cartulina, la sábana túnica, los espumillones navideños, la peluca de algodón. Todos esos personajes que inventamos de pequeños, que construimos con mayor o menor acierto. Que partieron de un punto lejano de nuestra imaginación hacia no se sabe dónde. Y que acabamos perdiendo para siempre.

Qué diferente nuestros disfraces de entonces a los de ahora. Un plumero era un bastón de mando. Una caja de cartón, un palacio. Qué diferentes a los trajes inmaculados del presente.
A las carrozas perfectas. Al Carnaval de postal plastificada. A la Tarasca de Don Carnal, que todo lo destruye, hasta la imaginación. Hasta los sueños.